Con demasiada frecuencia nos imponen una supuesta realidad, y ocultan esos pequeños detalles que marcan la diferencia.

domingo, 6 de marzo de 2016

El juego de tronos de la transición (La truculenta carrera hacia las poltronas democráticas)

    Los que hemos llegado al medio siglo recientemente tuvimos la fortuna de despertar a la interpretación de la realidad de la vida consciente del adolescente cuando los aires de libertad retornaban a soplar en una nación grande y libre que había permanecido atemorizada durante cuarenta años de dictadura militar franquista. Bueno, atemorizada una gran parte, porque otra bastante menor fue la causa de ese temor.

    Llegábamos a la exploración del nuevo universo con las informaciones contradictorias que habíamos mamado en nuestra infancia, con el temor o la superioridad respiradas en el entorno familiar, y la disciplina política del régimen y el rigor católico en las aulas. Instalados en la confusión observábamos como mientras nos inculcaban a sangre y fuego el cielo y el infierno a los que nos abocarían indefectiblemente cumplir las normas católicas y ser obedientes, o incumplirlas y pecar, aquellos que más rezaban en las iglesias eran normalmente quienes menos escrúpulos tenían a la hora de explotar a sus semejantes para poder mantener el lujoso ritmo de vida que derrochaban.

    Además lentamente, y como en tinieblas, ampliabas los conocimientos sobre como cuarenta años antes había habido una guerra en la que aquellos tan religiosos y espirituales que ocupaban todos los niveles de poder, en lugar de amar al prójimo como a si mismos, habían provocado una guerra levantándose en armas contra un gobierno democrático y libremente elegido en las urnas, y luego mantenido un estado de terror que acabó por diluirse con la muerte del dictador, aunque nunca del todo porque sus fanáticos seguidores fueron tantos que aún hoy perduran, no en vano todavía se resisten a reconocer una Ley de Memoria Histórica que repare  a las víctimas de la Guerra Civil y condene los actos reprobables del franquismo. Mientras los adolescentes tratábamos de conformarnos la nueva realidad, y los adultos, con más lastres y conocimientos, intentaban creer que algo iba a cambiar, los poderes políticos y fácticos iniciaban su truculenta carrera hacia las poltronas democráticas.

    Jamás he visto la exitosa serie Juego de Tronos, lo confieso, ni tengo el menor interés en hacerlo, pero salvando las distancias temporales y circunstanciales, los acontecimientos ocurridos en la transición española bien podían protagonizar algunos capítulos de la actual serie, comenzando por el espectacular asesinato de Carrero Blanco, elegido por el caudillo ferrolano para sustituirle como presidente del gobierno mientras el rey Juan Carlos ocuparía la jefatura del estado, y en cuyo atentado tuvieron merito tanto ETA como la CIA, teoría defendida desde diferentes posiciones, tal y como se explica en el libro Ser o aparentar.

    En medio de aquel hervidero de ideas y aspiraciones en lo que sí se pusieron de acuerdo todos ellos fue en la necesidad de crear un gran número de tronos, en lo que fue conocido como café para todos, para que de ese modo pudiera satisfacerse a más aspirantes. A partir de ahí el juego estaba preparado, sólo necesitaron glorificar la cocinada Constitución del 78 y los estatutos de autonomía y demás democráticas leyes emanadas de las mismas. Pero si analizamos los polvos que conformaron aquellas primeras cortes constituyentes post-franquistas quizás comprendamos mejor los lodos que nos embadurnan ahora.

    Los aires dominantes del momento en la política internacional comandados por USA y Henry Kisinger necesitaban construir un escenario controlado por los intereses norteamericanos tanto comercial como estratégicamente, y en ambos aspectos España era una atractiva presa, pues suponía un terreno casi virgen para el capital extranjero, así como lo era su mercado para sus productos, y una excelente ubicación para las bases militares norteamericanas, que ya estaban instaladas pero su futuro era incierto. Ese era el panorama de la presión política global, del que no se enteraban los ciudadanos de a pie, que bastante tenían con decidir a quien votaban sin que sucediera nada malo, después de cuarenta años de miedos.

    Bajo esa tesitura los españolitos tendrían que elegir el 15 de junio de 1977 entre las formaciones legalizadas al efecto para poder participar en el nuevo tablero del reparto del poder, una de las últimas apenas dos meses antes, el PCE el 9 de abril, eso sí, capitulando al hecho de que el sistema de gobierno fuera una monarquía y aceptando la bandera rojigualda, como todos, aunque en su caso renunciando a los principios de los que había sido el más activamente defensor durante el franquismo.

    Los resultados de las últimas elecciones, celebradas en febrero de 1936, habían situado como vencedor al PSOE de Indalecio Prieto, con el 20,9% de los votos, seguido por la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) de José María Gil Robles con el 18,6%, la Izquierda Republicana de Manuel Azaña con el 18,4 %; mientras que Unión Republicana obtuvo el 7,8%, el PCE 3,5% y la ERC (Esquerra Republicana de Catalunya) de Lluis Companys, a la postre presidente de la Generalitat y asesinado por el franquismo en 1940, logró el 4,4 % de los votos a nivel nacional. El panorama era netamente republicano y mayoritariamente progresista, lo que convierte en aún más despreciable el levantamiento contra el legitimo gobierno el alzamiento militar del 18 de julio de 1936, y los 40 posteriores años, conformando uno de los actos terroristas más prolongados de la historia porque el terrorismo se define como:

1. m. Dominación por el terror.

2. m. Sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror.

3. m. Actuación criminal de bandas organizadas, que, reiteradamente y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos.

    Y el franquismo fue todo eso por mucho que se empeñen en tratar de ignorarlo muchos de los que condenan eternamente el terrorismo de ETA utilizándolo a su antojo.


    Tras aquellos cuarenta oscuros años las reglas de partida no eran las mismas, y así los republicanos tenían que envainársela, pues no es que fueran líneas rojas, como está de moda decir ahora, sino lentejas...; lo que se tenía que construir era una Monarquía constitucional y parlamentaria, y no cabía república alguna... Si quieres las tomas y si no las dejas. Esa fue la primera y esencial trampa de la Transición, junto al café para todos, a pesar de que se trató de legitimar a través de un dirigido referéndum a favor del SÍ a lo propuesto sin ninguna posibilidad de negociación al respecto. Así pues los partidos progresistas retornaban a la escena política cercenados en su ideología y anquilosados por la impuesta clandestinidad, con lo que ambos suponen de alejamiento del electorado.

    Por su parte, las organizaciones de derechas, en su mayor parte católicas y franquistas trataron de alejarse del estigma ideológico que les sustentaban y así conformaron nuevas agrupaciones. La secciones más radicales se agruparon en torno a Manuel Fraga y la formación Alianza Popular que se creó en octubre de 1976, mientras que Adolfo Suárez decidió sustituir su liderazgo en Falange por una confederación de partidos aglutinados bajo el nombre de UCD (Unión de Centro Democrático), fundado en mayo del 77 como coalición y refundado ya como partido tres meses después, una vez en el gobierno. Los resultados de aquellos comicios dieron como vencedor a Adolfo Suárez y su UCD con el 34,4% de los votos, seguido de Felipe González y su PSOE con el 29,3%. A mucha distancia se situó el PCE de Carrillo con el 9,3%, la AP de Fraga con el 8,2%, mientras que el PSP de Enrique Tierno Galván apenas logró el 4,4%, y ya hacía su entrada en la política Jordi Pujol y su Pacto democrático por Cataluña (PDPC) que alcanzó el 2,8 % de los votos y el PNV el 1,6%. Pujol creó CIU en septiembre de 1978 y se entronizó en su poltrona de poder hasta 2003 cuando cedió el testigo a su delfín Arthur Mas, y fue presidente de la Generalitat entre mayo de 1980 y diciembre de 2003. ERC no pudo presentarse a aquellas elecciones bajo sus siglas, pues fue el último partido en legalizarse, una vez que en septiembre de 1977 Suárez restablece por real decreto la Generalitat de Catalunya y favorece el regreso del exilio de Josep Tarradellas.

Sea como fuere, el electorado español había optado por las posiciones más moderadas y los candidatos más jóvenes, el centro derecha de UCD, que se aprovecho del acceso a los medios oficiales e institucionales que tuvo Suárez al ser nombrado por el rey Juan Carlos I en julio de 1976 como presidente del gobierno que habría de regular la transición y liquidar las instituciones franquistas; y el centro izquierda del PSOE, que en su moderación ideológica recibía mayor apoyo económico y que, como el PCE, se prodigó en los más de 20.000 mítines que protagonizaron aquella campaña electoral. Los peor parados, junto al PCE, fueron la Alianza Popular de Fraga que contaba con un gran respaldo de los poderes económicos, y los demócrata cristianos de José María Gil Robles, ex líder de la CEDA.

    En cualquier caso los primeros tronos del poder que afinarían las normas del juego estaban definidas, aunque sus principales márgenes de actuación eran reducidos pues todos los cromos se habían intercambiado y se sacrificaban las aspiraciones republicanas por la inclusión de derechos y libertades. Aquellas cortes aprobaron una importante amnistía de presos políticos y la Constitución del 78, ratificada por una amplia mayoría de ciudadanos el 6 de diciembre de ese mismo año, y a la que sólo se opusieron pequeños partidos nacionales de izquierda y de derechas, además de los republicanos vascos y catalanes. La formación de Jordi Pujol optó por el sí mientras que el PNV se inclinó por la abstención y de los 16 representantes de la Alianza Popular de Fraga ocho votaron a favor, cinco en contra y tres se abstuvieron.

    Las bases del nuevo marco político estaban establecidas y sólo quedaba desarrollarlas, así que Suárez convocó nuevas elecciones para el 1 de marzo de 1979 confiando en alcanzar la mayoría absoluta, pero los resultados no fueron muy diferentes a los anteriores. La UCD de Suárez logró el 34,8% de los votos, el PSOE de González apenas alcanzó el 30,4%, a pesar de haber absorbido al PSP y otras formaciones, el PCE de Carrillo llegó al 10,7% y la nueva agrupación de Fraga, Coalición Democrática se quedó en el 6%. Para esos segundos comicios ya estaban legalizados todos los partidos republicanos pero apenas tuvieron votos. Ya existía CIU, que sumó el 2,7% de los votos, y el PNV el 1,6%. Aquellos resultados no satisficieron a ninguno de los partidos y fue una convulsa legislatura para todos ellos por escisiones internas.

    El XXVIII congreso del PSOE celebrado en mayo del 79 rechazó la propuesta de González y su ejecutiva de moderar la ideología del partido y alejarse del marxismo, lo que provocó la dimisión de toda la directiva, aunque un congreso extraordinario en septiembre de ese mismo año aceptó todas las condiciones impuestas por el Isidoro de la clandestinidad quedando inaugurado el Felipismo socialista que se consolidaría en la mayoría absoluta de las siguientes elecciones y cuya alargada sombra aún se cierne sobre el socialismo español. Por su parte la UCD se escindió tras la dimisión de Suárez hasta prácticamente desaparecer y algo similar le sucedió al PCE de Carrillo.

    Los grandes beneficiarios de la debacle fueron la retomada Alianza Popular de Fraga, que se consolidó con la creación del PP en 1989, y el refundado PSOE de González que en octubre del 82 recogieron los trocitos de los otros partidos para iniciar una alternancia bipartidista que tal vez haya concluido tras las últimas elecciones. Ciertamente la ideología de ambos partidos ha evolucionado, especialmente para ganarse al electorado de centro, pero mientras la del PP mantiene la esencia franquista que les impide condenar los actos de la dictadura, la del PSOE renunció a los principios marxistas con las que su fundador, Pablo Iglesias, lo gestó. Ambos partidos, junto a los nacionalistas CIU y PNV, se repartieron desde su consolidación tanto los tronos creados sucesivamente, como su creación a medida. Ahora, casi cuarenta años después, y a pesar de que los voceros y defensores del sistema se empeñen en proclamar una bondad y excelencia ejemplares a lo largo de todo el proceso  hay que plantearse si realmente eso ha sido así o sólo ha sido un necesario paso para alcanzar una democracia real sin las trabas del pasado. 

    Los resultados están a la vista, con dos reyes y los juzgados del país repletos de casos de corrupción mientras cada vez hay más desigualdades entre la población, así que cada uno sabrá si en la política y poltronas de este país se debe cambiar algo... o casi todo.

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