Con demasiada frecuencia nos imponen una supuesta realidad, y ocultan esos pequeños detalles que marcan la diferencia.

domingo, 21 de julio de 2019

Vocaciones dudosas


En un mundo mejor la mayoría de los humanos dedicaría su tiempo a 
realizar aquello que más les gustara, pero en este planeta que hemos
construido los que se dedican a lo que les hace felices y se ganan 
sobradamente la vida con ello son unos escasos afortunados. 
La globalización del capitalismo llevó a una división del trabajo en la que 
se encumbraba algunas tareas mientras otras se consideraban 
irrelevantes hasta el punto de despreciarlas. El neoliberalismo salvaje 
que impera  actualmente no ha arreglado en absoluto la tendencia si no 
que la ha multiplicado.

Las labores remuneradas únicamente son aquellas que repercuten en 
algún beneficio al sistema, es decir que generan algún lucro al capital 
inversor que lo impulsa o son necesarias para su funcionamiento. 
De ese modo las denominadas tareas del hogar no solo continúan 
sin valorarse en su justa medida si no que algunas de ellas han pasado 
a ser nichos, cómo le gusta decir al sistema, quizás porque lentamente 
nos va enterrando en ellos, de nuevos negocios. Así cuidar a los hijos o 
a los mayores, hacer la comida o mantener el orden en el hogar para 
garantizar los afectos y felicidad que deben construirlo para un crecimiento 
humano correcto y equilibrado han pasado de ignorarse o despreciarse 
a ser un expansivo negocio, pues lo que antes solo pagaban por hacer los 
ricos, para mayor explayo de su comodidad y de su elevado nivel 
adquisitivo, ha pasado a ser casi obligatorio para los demás, ya que ambos 
progenitores deben trabajar cuánto pueden para poder afrontar los 
crecientes gastos del núcleo familiar, aún a costa de sacrificar las 
principales funciones que le  han de sustentar. Y para nada defino cual 
debe ser la función de cada uno, pues deben ser consensuadas y 
compartidas.
Guarderías, residencias de ancianos, restaurantes de comida rápida, 
empresas de limpieza... han sustituido a cuidar a los propios hijos, padres 
o familiares enfermos, cocinar la comida para tus seres queridos o realizar 
la necesaria intendencia de limpieza, orden y demás necesidades del 
hogar, lo que,  aunque nos parezca mentira, insignificante e incluso 
despreciable, porque el propio sistema lo desprecia al no cuantificarlo 
económicamente, a no ser que sea realizado por terceras personas y 
pagándolo, además de poderte procurar satisfacciones que ninguna otra 
dedicación te proporcionaría, puesto que no hay nada más agradable que 
tratar de mejorar la calidad de vida de los seres queridos, son tareas 
absolutamente necesarias para el crecimiento de las personas y la 
continuación de la especie, que del modo mercantilista en que se prestan 
jamás pueden llegar a tener los niveles de atención, afecto y cariño 
necesario en ellas.

Menospreciada esta vocación natural que mucha gente tiene,  ya que no 
genera beneficios contables al sistema, aunque es la que permite que los 
esclavos asalariados que le sustentan sean capaces de rendir en sus 
desempeños, debemos volcar nuestras tendencias vocacionales hacia 
otros campos profesionales y de dedicación,  y es aquí dónde los 
afortunados que lo consiguen suelen ser escasos. 

Tal vez en el culmen de la satisfacción vocacional se encuentren todos 
aquellos que se ganen la vida con la inspiración de su creatividad. Artistas, 
artesanos y creadores de todo tipo que vean reconocido su esfuerzo, y 
remunerado en consecuencia, pueden alcanzar altas cotas de satisfacción 
y felicidad, creando belleza, pensamiento o entretenimiento,  pues la 
admiración, la reflexión y el ocio, forman parte importante de un ser feliz, 
y sus creadores suelen ser bastante libres en su creación, y por si no te 
has dado cuenta aún, lo que realmente nos hace felices es la libertad de 
poder dedicar nuestro tiempo a lo que más nos plazca, por eso es más 
absurdo aún que los dediquemos a ganar dinero en vez de a cuidar a los 
hijos que tanto anhelábamos,  por ejemplo. 

También quienes se dedican a profesiones o empleos reconocidos por el 
sistema pueden  ser felices al dedicar su tiempo a aquello que le gusta. 
Conviene decir que, incluso en estos casos, las tareas suelen estar muy 
relacionadas con el bien común,  es decir que nuestro trabajo repercuta 
positivamente en la sociedad. Ayudar a los demás forma parte de la 
esencia humana, por mucho que nos quieran hacer creer que lo es la 
competitividad y el dominio sobre el prójimo para llegar a la cumbre de 
la riqueza y el poder pisoteando sin miramientos a quién y a lo que haga 
falta. Médicos, bomberos, cocineros, reposteros, policías, carteros, 
conductores, dependientes, educadores …  todos ellos pueden llegar a ser 
felices con su dedicación si esta es vocacional, o les agrada, y ayuda en 
algo a los demás, y lo serán más cuanto más, y a más, ayude y más 
vocacional sea. 

Pero para que esto realmente no sea así, suceden, al menos, dos cosas, 
una relacionada con la calidad de la sociedad y otra con la calidad del 
individuo. 

La primera, inherente a un podrido sistema, es que no prima lo que más 
ayuda a  la mayoría, si no lo que más riqueza y poder genera a unos pocos. 
Así cobra muchísimo más, y suele estar muchísimo más prestigiado, un 
personaje que triplica los beneficios de una empresa para sus accionistas 
que el que multiplica el número de personas al que favorecen sus acciones, 
y ambos pueden dedicarse a la misma profesión. Por ejemplo un 
investigador médico que enriquezca a una multinacional farmacéutica 
cobra muchísimo más y llena más los espacios de difusión informativa, 
que otro que trate de sanar con los remedios a su alcance las carencias 
sanitarias de poblaciones pobres africanas. El motivo es evidente: los 
medios de comunicación de masas,  gran herramienta difusora del sistema, 
están financiados por la publicidad y pagan más los anuncios de un 
laboratorio que los desarrapados que salvan sus vidas.

La segunda depende más de cada uno de nosotros y está relacionada con 
nuestra integridad personal y la certeza de nuestra presunta vocación. En 
este sentido quizás el paradigma más vocacional que existe, tal vez por 
sus supuestas actuaciones espirituales para ayudarnos a acercarnos al 
dios creador que nos ampara, es la de los religiosos. Todos ellos consagran 
su vida,  o se supone, a servir al Dios en el que creen y a mostrarnos el 
modo de acercarnos a Él cumpliendo sus mandatos y enseñanzas. O eso 
dicen, porque algunos, demasiados, predican la maldad y prohibición de 
cometer actos impuros, incluso hacen voto de castidad, para luego 
profesar una de las más viles agresiones que puede sufrir un ser humano 
indefenso, y se adoctrinan y perpetúan en la pederastia. Esos,  cuando 
menos, además de una nula calidad humana tenían una dudosa vocación, 
aunque, por muy difícil e incluso imposible que te pueda parecer hay otra 
dudosa práctica vocacional mucho más perniciosa y abyecta, porque 
aunque no lo sea para quien la sufre, es mucho más sutil e impersonal y 
nos afecta a la mayoría.  

Se trata de la vocación política,  de la dedicación a los asuntos públicos 
y al bien común, esa que esgrimen nuestros sacrificados representantes 
cada vez que se dirigen a nosotros pidiéndonos nuestros votos para poder 
llevar a cabo sus maravillosos proyectos con el fin de hacer las vidas de 
todos más satisfactorias, felices y plenas. Pues bien,  para no centrarnos 
en los políticos presentes en las altas cotas de poder, que ya de por sí 
suelen vivir en sus palacios de prebendas y privilegios y muy alejados de la 
realidad cotidiana de sus representados, analizaremos las actuaciones de 
los más cercanos a nuestra cotidianeidad, y por lo tanto supuestamente 
más conocedores de nuestros problemas y carencias como sociedades de 
los entornos concretos que dirigen, y la entregada vocación que se 
desprende de sus palabras.  

El pasado 26 de mayo los electores de este sacrosanto país fuimos 
llamados a las urnas para elegir a nuestros representantes municipales, 
los más cercanos a nuestra realidad y necesidades. Durante las semanas 
siguientes los candidatos electos como concejales eligieron a los alcaldes 
correspondientes, así como a los equipos de gobierno y después 
realizaron las primeras sesiones plenarias de la nueva legislatura, en las 
que se debe definir la estructura y funcionamiento de los equipos de 
gobierno, así como su retribuciones. Contrastando todos estos datos, el 
periódico digital elconfidencial.com realizó un trabajo sobre los sueldos 
de los alcaldes en las 81 ciudades mayores de 100.000 habitantes del 
país. El análisis de las cifras nos puede dar una idea de la  profunda 
vocación de velar por el bien común de quienes dirigen nuestros 
ayuntamientos. Las decisiones de los plenos corporativos supusieron 
que 44 de los 81 alcaldes mantuvieran los sueldos existentes, lo que no 
significa que éstos sean bajos, ya que ni en sus mejores sueños la 
mayoría de ellos cobraría algo similar en otros trabajos, o que no 
pueden ser modificados en cualquier momento mediante las estrategias 
legales adecuadas. Otros 6 alcaldes de la lista no cobran el sueldo de 
los ayuntamientos sino de otras instituciones, 
mientras que otros cinco consistorios aún no habían celebrado los plenos 
al cierre de la información, y únicamente tres decidieron reducir su salarios. 

Los 23 alcaldes restantes,  más del 28%, decidieron incrementar sus 
retribuciones, lo que nos revela que su entrega vocacional al servicio 
público y el bien común no es demasiado confiable,   ya que si su 
aspiración real sería esa no se comprende demasiado bien que una de las 
medidas más importantes y urgentes sea la de subirse el sueldo propio y 
casi uno de cada tres lo hicieron. Aunque los datos se corresponden con 
los ayuntamientos de más de 100.000 habitantes la extrapolación al resto 
no sería excesivamente diferente, por lo que podríamos asegurar que al 
menos uno de cada tres de nuestros representantes políticos más 
cercanos no tienen ningún inconveniente en transmitir que antes que las 
necesidades más acuciantes de sus representados está  lo que van a 
cobrar por su vocacional trabajo. 

Sí bien por afinidad, deformación o discrepancia ideológica podrías pensar 
que ciertas siglas son más propensas que otras a manifestar con 
desvergüenza estas aspiraciones, o de casi todo,  quizás es más llamativo 
que lo hagan políticos militantes en partidos que proclaman ser obreros y 
socialistas pero adoptan estas decisiones sin pensar en las penurias 
laborales de los obreros en este país e ignorando la necesaria solidaridad 
de un socialista. De este modo encabeza el ranking de subida de sueldo 
de alcaldes tras las elecciones municipales de mayo de 2019  la alcaldesa 
del PSOE de la Coruña, pasando a cobrar 70.000 €, 30.000 más que su 
antecesor de Marea (afín a Podemos) que a su vez se lo había reducido 
25.000 euros con respecto al anterior alcalde. Las tres siguientes subidas 
de salario más importantes también se corresponden con alcaldes del 
PSOE, y aunque alguno de este grupo también figura entre los que se lo 
ha reducido,  no parece que él respeto a la O y a la S de sus siglas sea 
lo más habitual entre los altos cargos de este partido, y menos aún con 
justificaciones tan peregrinas como equiparar sus remuneraciones al de 
ciudades similares, porque siempre se comparan con las que cobran más, 
o la de que en los últimos años se habían congelado o disminuido sus 
sueldos, porque ambas reivindicaciones las pueden esgrimir la gran 
mayoría de españolitos, pero no tienen el poder de subirse sus sueldos a 
su gusto. 

Ciertamente no cometen ninguna ilegalidad, e incluso podrían cobrar 
aún más, porque así lo aprueban los restantes vocacionales políticos 
que ocupan instancias más altas, y cobran más aún, pero por favor que 
no nos atormenten con sus  repetitivos mantras de sus sacrificios 
personales y profesionales para dedicarse a su vocación de entrega al 
servicio público y al interés común. Veamos aquí como en menos de dos 
minutos los miembros de la Corporación de Las Palmas se suben el 
sueldo, entre un 16 y un 18 por ciento, sin ni siquiera mencionarlo, con
urgencia y por una unanimidad absoluta.


Por cierto, mientras los podemitas, que pretenden romper la sagrada  
Constitución y la gloriosa nación, y los “proetarras”, con las mismas 
aviesas intenciones, se muestran más solidarios con los desfavorecidos 
(los alcaldes de EH Bildu se han bajado el sueldo cerca de un 40% con 
respecto a sus antecesores) los acérrimos  constitucionalistas y 
defensores de la patria parecen seguir con la franquista máxima de que los 
privilegiados deben mantener e incrementar sus privilegios, eso sí, en pos 
del bien común y con una intachable vocación de servicio público y una 
sacrificada entrega al mismo. Casi como los religiosos pederastas. En fin,  
que cada uno crea en lo que quiera y obre en consecuencia. 

lunes, 15 de julio de 2019

¿Quién puede creer a un político?


El pasado 7 de junio nos dejaba el revolucionario comunicador
audiovisual Narciso Ibáñez Serrador. No vamos a explicar aquí 
sus notables aportaciones a unos medios de difusión que en este
país estaban limitados y coartados por la nefasta y oscura
dictadura franquista y sus secuelas, muchas de las cuales aún
soportamos. Simplemente haremos referencia a su particular
visión del suspense y el terror. En eso también, cómo Alfred 
Hitchcock, nos dejó sus meritorias aportaciones. Concretamente 
en el cine tuvo una vital trascendencia para los futuros creadores 
a pesar de solo haber dirigido dos películas,  que se han convertido 
en esenciales para los aficionados al género del suspense. Nos 
centraremos en estas líneas en su segundo y definitivo film, 
estrenado en 1976 con el título ¿Quién puede matar a un niño?
En la cinta, de casi dos horas de duración, el realizador y  guionista, 
Chicho Ibáñez Serrador, adapta la novela El juego de los niños del 
autor Juan José Plans, para plantearnos la más que dudosa ética de 
nuestra civilizada sociedad capitalista, al permitir con sus guerras y 
miserias la  destrucción, sufrimiento y muerte de nuestro futuro, qué 
más allá del entorno que nos envuelve son las futuras generaciones, 
los niños. El original giro de la película, y del libro,  es que nos 
presenta unos niños muy alejados de la candidez, inocencia e 
ingenuidad que les suele caracterizar, y son crueles y desalmados, 
capaces de acabar con las vidas de los adultos cruenta y 
sanguinariamente, casi sin pestañear y regocijándose en ello, de ahí 
que la pregunta qué encierra el título de la producción cobre sentido,  
pues en sus sanos cabales nadie podría plantearse matar a un 
inocente niño que además representa nuestro futuro, pero los seres 
reflejados en ella parecen autómatas sin sentimientos. 
 Realmente la cuestión trasciende mucho más allá del terrorífico 
argumento puesto que  la verdadera pregunta que nos tendríamos 
que hacer es cómo puede llegar una especie a aniquilar a sus 
progenitores, cómo relatan película o libro, o a cualquiera de sus 
individuos,  incluidos sus descendientes, si no tienen el valor 
económico demandado por el sistema capitalista, qué es lo que refleja 
la realidad cotidiana, con guerras, intolerancia a la inmigración, 
hambrunas y demás deshumanizadas acciones de nuestro modo de 
vida dominante.  
Los derroteros históricos siempre se han ido dirigiendo por quienes 
ejercían el poder, pues el ser humano es un animal básicamente social 
y que necesita del grupo para poder subsistir y ya desde los primeros 
grupos, familias o clanes debía existir un jefe o guía que decidiera el 
rumbo a seguir y la división de tareas para tratar de garantizar la 
supervivencia y cierta cohesión entre sus miembros que la facilitara, 
siendo, por tanto, responsables de los comportamientos dominantes 
qué se debían adoptar. A medida que las sociedades crecían y se 
hacían más complejas los sistemas de designación de quienes 
ostentaban el poder fueron variando aunque casi siempre prevalecían 
criterios de linaje y de deidades que imponían a los súbditos sus modos 
de vivir y comportarse. De ese modo gran parte de la vida del pueblo 
llano estaba muy limitada y dirigida por los caprichos de los gobernantes. 
Aunque ya en la antigua Grecia, y otras culturas,  se recogía el 
concepto de democracia, gobierno del pueblo,  esta era tan limitada 
que solo tenía en cuenta las voluntades de los escasos hombres libres,  
sin tener en cuenta ni a la gran mayoría de esclavos ni a las mujeres, 
para establecer las pautas a seguir. A lo largo de la Edad Media se 
establecieron diferentes formatos para tratar de limitar los poderes 
absolutos con que los monarcas dirigían las pautas de sus estados,  
pero no fue hasta finales del siglo XVIII con la Revolución Francesa y 
la aprobación de los derechos del hombre y el derecho al sufragio 
universal cuándo se comenzó a generalizar lo que hoy llamamos 
democracia, aunque realmente no llegó a ser efectiva en las llamadas 
democracias occidentales hasta bien entrada la segunda mitad del 
siglo XX,  pues hasta entonces en muchos países las mujeres y los 
de otras razas no podían votar. España fue una de las pioneras, pues 
la Segunda República aprobó una Constitución tan progresista e 
igualitaria que los poderes establecidos hasta entonces provocaron 
una guerra civil que propició 40 años del retrógrado franquismo, que 
nunca nos hemos sacudido y que ahora arrecia con las nuevas 
tendencias políticas facciosas. 
Sea como fuere al final el caudillo murió y por fin nos pudimos sumar 
al listado de maravillosas democracias occidentales en las que la 
plebe ya no estamos en manos de los caprichos de un monarca o 
dictador, si no en la de los excelsos políticos que elegimos 
democráticamente para guiar nuestros destinos y comportamientos. 
Así pues pasamos de estar gobernados por un caudillo llegado a su 
puesto,  tal y como señalaban las monedas con su rostro, por la gracia 
de Dios, a serlo por un rey llegado a su trono por la gracia del caudillo, 
y un parlamento que elegimos con nuestros libres y secretos votos. 
Entramos a formar parte así del grueso de democracias occidentales 
que regulan sus comportamientos por la clarividencia y honestidad, 
incluso decencia, de los políticos electos por nuestros sabios 
conocimientos y basta cultura. Somos libres y cultivados como todos 
los países que desde la Segunda Guerra Mundial han construido 
esa nueva sociedad que no solo desprecia a la naturaleza que nos 
acoge sino que permite indecentemente que nuestros semejantes 
mueran irracionalmente en circunstancias claramente evitables por 
los avances que ha experimentado nuestra civilización en todos los 
aspectos. 
Si hemos llegado a esta situación a pesar de los idílicos, 
magnánimos, igualitarios, humanitarios, justos y trascendentes 
discursos de la clase política a la que hemos elegido 
democráticamente, la pregunta que nos 
deberíamos hacer no es quién puede matar a un niño, que quizás 
incluso alguno se lo merezca,  si no ¿quién puede creer a un político? 
que se desgañita para convencernos de que le votemos con 
grandilocuentes palabras y seductoras sonrisas para luego construir 
una mierda de planeta deshumanizado en el que la riqueza, boato y 
comodidad de unos pocos se forja sobre el sufrimiento y la 
supervivencia de la mayoría, y en la que la vida de los niños, de los 
padres y hasta de cualquier ser vivo no tiene ninguna importancia, 
salvo si son los nuestros.