Con demasiada frecuencia nos imponen una supuesta realidad, y ocultan esos pequeños detalles que marcan la diferencia.

lunes, 15 de julio de 2019

¿Quién puede creer a un político?


El pasado 7 de junio nos dejaba el revolucionario comunicador
audiovisual Narciso Ibáñez Serrador. No vamos a explicar aquí 
sus notables aportaciones a unos medios de difusión que en este
país estaban limitados y coartados por la nefasta y oscura
dictadura franquista y sus secuelas, muchas de las cuales aún
soportamos. Simplemente haremos referencia a su particular
visión del suspense y el terror. En eso también, cómo Alfred 
Hitchcock, nos dejó sus meritorias aportaciones. Concretamente 
en el cine tuvo una vital trascendencia para los futuros creadores 
a pesar de solo haber dirigido dos películas,  que se han convertido 
en esenciales para los aficionados al género del suspense. Nos 
centraremos en estas líneas en su segundo y definitivo film, 
estrenado en 1976 con el título ¿Quién puede matar a un niño?
En la cinta, de casi dos horas de duración, el realizador y  guionista, 
Chicho Ibáñez Serrador, adapta la novela El juego de los niños del 
autor Juan José Plans, para plantearnos la más que dudosa ética de 
nuestra civilizada sociedad capitalista, al permitir con sus guerras y 
miserias la  destrucción, sufrimiento y muerte de nuestro futuro, qué 
más allá del entorno que nos envuelve son las futuras generaciones, 
los niños. El original giro de la película, y del libro,  es que nos 
presenta unos niños muy alejados de la candidez, inocencia e 
ingenuidad que les suele caracterizar, y son crueles y desalmados, 
capaces de acabar con las vidas de los adultos cruenta y 
sanguinariamente, casi sin pestañear y regocijándose en ello, de ahí 
que la pregunta qué encierra el título de la producción cobre sentido,  
pues en sus sanos cabales nadie podría plantearse matar a un 
inocente niño que además representa nuestro futuro, pero los seres 
reflejados en ella parecen autómatas sin sentimientos. 
 Realmente la cuestión trasciende mucho más allá del terrorífico 
argumento puesto que  la verdadera pregunta que nos tendríamos 
que hacer es cómo puede llegar una especie a aniquilar a sus 
progenitores, cómo relatan película o libro, o a cualquiera de sus 
individuos,  incluidos sus descendientes, si no tienen el valor 
económico demandado por el sistema capitalista, qué es lo que refleja 
la realidad cotidiana, con guerras, intolerancia a la inmigración, 
hambrunas y demás deshumanizadas acciones de nuestro modo de 
vida dominante.  
Los derroteros históricos siempre se han ido dirigiendo por quienes 
ejercían el poder, pues el ser humano es un animal básicamente social 
y que necesita del grupo para poder subsistir y ya desde los primeros 
grupos, familias o clanes debía existir un jefe o guía que decidiera el 
rumbo a seguir y la división de tareas para tratar de garantizar la 
supervivencia y cierta cohesión entre sus miembros que la facilitara, 
siendo, por tanto, responsables de los comportamientos dominantes 
qué se debían adoptar. A medida que las sociedades crecían y se 
hacían más complejas los sistemas de designación de quienes 
ostentaban el poder fueron variando aunque casi siempre prevalecían 
criterios de linaje y de deidades que imponían a los súbditos sus modos 
de vivir y comportarse. De ese modo gran parte de la vida del pueblo 
llano estaba muy limitada y dirigida por los caprichos de los gobernantes. 
Aunque ya en la antigua Grecia, y otras culturas,  se recogía el 
concepto de democracia, gobierno del pueblo,  esta era tan limitada 
que solo tenía en cuenta las voluntades de los escasos hombres libres,  
sin tener en cuenta ni a la gran mayoría de esclavos ni a las mujeres, 
para establecer las pautas a seguir. A lo largo de la Edad Media se 
establecieron diferentes formatos para tratar de limitar los poderes 
absolutos con que los monarcas dirigían las pautas de sus estados,  
pero no fue hasta finales del siglo XVIII con la Revolución Francesa y 
la aprobación de los derechos del hombre y el derecho al sufragio 
universal cuándo se comenzó a generalizar lo que hoy llamamos 
democracia, aunque realmente no llegó a ser efectiva en las llamadas 
democracias occidentales hasta bien entrada la segunda mitad del 
siglo XX,  pues hasta entonces en muchos países las mujeres y los 
de otras razas no podían votar. España fue una de las pioneras, pues 
la Segunda República aprobó una Constitución tan progresista e 
igualitaria que los poderes establecidos hasta entonces provocaron 
una guerra civil que propició 40 años del retrógrado franquismo, que 
nunca nos hemos sacudido y que ahora arrecia con las nuevas 
tendencias políticas facciosas. 
Sea como fuere al final el caudillo murió y por fin nos pudimos sumar 
al listado de maravillosas democracias occidentales en las que la 
plebe ya no estamos en manos de los caprichos de un monarca o 
dictador, si no en la de los excelsos políticos que elegimos 
democráticamente para guiar nuestros destinos y comportamientos. 
Así pues pasamos de estar gobernados por un caudillo llegado a su 
puesto,  tal y como señalaban las monedas con su rostro, por la gracia 
de Dios, a serlo por un rey llegado a su trono por la gracia del caudillo, 
y un parlamento que elegimos con nuestros libres y secretos votos. 
Entramos a formar parte así del grueso de democracias occidentales 
que regulan sus comportamientos por la clarividencia y honestidad, 
incluso decencia, de los políticos electos por nuestros sabios 
conocimientos y basta cultura. Somos libres y cultivados como todos 
los países que desde la Segunda Guerra Mundial han construido 
esa nueva sociedad que no solo desprecia a la naturaleza que nos 
acoge sino que permite indecentemente que nuestros semejantes 
mueran irracionalmente en circunstancias claramente evitables por 
los avances que ha experimentado nuestra civilización en todos los 
aspectos. 
Si hemos llegado a esta situación a pesar de los idílicos, 
magnánimos, igualitarios, humanitarios, justos y trascendentes 
discursos de la clase política a la que hemos elegido 
democráticamente, la pregunta que nos 
deberíamos hacer no es quién puede matar a un niño, que quizás 
incluso alguno se lo merezca,  si no ¿quién puede creer a un político? 
que se desgañita para convencernos de que le votemos con 
grandilocuentes palabras y seductoras sonrisas para luego construir 
una mierda de planeta deshumanizado en el que la riqueza, boato y 
comodidad de unos pocos se forja sobre el sufrimiento y la 
supervivencia de la mayoría, y en la que la vida de los niños, de los 
padres y hasta de cualquier ser vivo no tiene ninguna importancia, 
salvo si son los nuestros.   


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