Se quejan amargamente quienes se dedican a la política en
este país de que la corrupción no es generalizada y afirman que la mayoría de
los políticos son honestos. La misma doctrina es repetida por los propios
interesados y por todas las estructuras del sistema destinadas a difundir y
establecer sus bases, pues deben emplearse a fondo para tratar de despejar el dominante
clima de corruptelas e irregularidades generalizadas que cuestionan
profundamente la validez de la partitocracia bipartidista y oligárquica en la
que ha degenerado la ejemplaridad con la que nos vendieron la restauración
democrática española tras la muerte de franco.
Sin duda cuantitativamente tienen razón, y con toda
seguridad hay más políticos honestos que corruptos, como hay muchísimas más
personas honestas que corruptas. Es cuestión de mera estadística, aunque las
peculiaridades de la política hacen que la extrapolación porcentual no resulte
exacta, como tampoco lo son el alcance y la trascendencia de las corruptelas,
básicamente al tratarse de una actividad
pública, que afecta a múltiples ciudadanos, y voluntaria, pues nadie puede ser
obligado a ejercerla. Ambas premisas envilecen aún más a los políticos
corruptos a la par que minimizan la credibilidad de los políticos que defienden
la honestidad de la mayoría de quienes se dedican a la actividad pública, al
menos en un sistema de partidos como el dominante en España.
Uno de los discursos favoritos de nuestros políticos es su
voluntaria entrega a los ciudadanos y al interés común, e incluso a veces pretenden
ensalzar la profundidad de su sacrificio con la consabida coletilla de que
trabajando en la empresa privada ganarían más dinero. Ahí se producen las
primeras contradicciones de una vocación que debe cumplir ciertas premisas,
puesto que es la actividad de quienes aspiran a regir los asuntos públicos de
los Estados. Como un religioso, un sanitario, un deportista o cualquiera que
realice una actividad voluntaria y trascendente para su ser y otros más o menos
numerosos, entregan su tiempo y empeños en defender y poner práctica aquello en
lo que creen, sea un dios, una ciencia, un deporte o un objetivo personal; por
eso no deja de ser rastrero que un cura, médico, deportista,… pretenda ensalzar
públicamente su labor a través de aquello a lo que renuncia en lugar de
engrandecerla a través de su trabajo; por eso es ser miserable afirmar que se
está en política casi por hacer un favor y que se tiene la vida resuelta, y
luego hacer de la actividad pública una lucrativa profesión y de aferrarse a
los cargos más allá de la imputación, y recuerden señores políticos, que en un
estado democrático están al servicio del bien común, no de las élites
dominantes e intereses particulares, incluidos los propios. Eso no es honesto,
quejosos señores políticos, aunque la mayoría de ustedes lo sean.
Lo que sucede en ese proceso de degeneración de su
honestidad es sencillo.
Partamos de dos premisas básicas que exige la voluntaria
actividad política democrática, debe velar por el interés de la mayoría del
pueblo y sus candidatos elegidos directamente por él. El primer vicio del
sistema es inherente a la esencia humana. Para ser elegido hay que ser
conocido, y para querer ser protagonista de ese circo se debe tener cierto tipo
de personalidad que diversos estudios psicológico y sociológicos señalan como
autoritaria, vanidosa y hambrienta de poder, así que es muy probable que las
candidaturas electorales estén repletas de gentes de este tipo, evidentemente
también gracias a la pasividad y comodidad del resto. El segundo ingrediente
que culmina el triunfo y generalización de las corruptelas en España, cuyo
sencillo arraigo se sustenta en una larga tradición de ellas tanto durante el
franquismo como en el resto de la historia de este ibérico conglomerado
iniciado por los Reyes Católicos, es el funcionamiento vertical de los partidos
políticos que gobiernan donde la democracia se diluye insignificante entre
trepas e intereses en la que se potencia una casta en la que quien se mueve no
sale en la foto. Las garantías de que lleguen al poder las personas más
autoritarias, vanidosas y hambrientas de poder están servidas, y aunque esas
características no sean causa directa de corrupción, tampoco son el caldo de
cultivo ideal para la el florecimiento de la honestidad puesto que vanidad y
poder se halagan y alcanzan fácilmente con dinero corrupto.
Sin duda hay más políticos honestos que corruptos, aunque el
riesgo de corrupción es directamente proporcional al poder que se acumule y la
falta de honestidad se da tanto en el corrupto como en quien le ampara, de ahí que
sea complicado creer que se combate la corrupción amparándose en la honestidad
pero apoyando, hasta un minuto antes de su imputación judicial e incluso de su
ingreso en prisión, a compañeros de dudosa reputación, mientras les jalean
públicamente. Encabezando el coro de aplausos y respaldos a muchos de los
sospechosos de sus huestes se encuentra el innombrable, no vaya a ser que nos
condenemos con solo citar su nombre, presidente del gobierno y del partido
popular.
Cuando uno está tan en connivencia con los imputados más
importantes y les alaba, además de compartir cotas de poder e ideologías, o
comparte y justifica sus actuaciones ilícitas o no se entera de las mismas. En
cualquiera de los dos casos estaría incapacitado para presidir un país, pues en
el primero sería un delincuente y en el segundo un ignorante. Y ahora, en pleno
proceso de regeneración inútil que dura ya cuatro años y en nuevo intento propagandístico
de pretender hacer algo para acabar con las mínimas corrupciones que aceptan en
lo que consideran un mar de honestidad políticas, les surgen un par de
representantes, en lo que parece ser la punta de un gigantesco iceberg, que
viajaban por la cara para asuntos particulares, y mientras uno dimite el otro se aferra al cargo y cambia de versión según el día y todas son jaleadas por sus compañeros de partido, pero ninguno de los dos paga. ¡Es que me cago,... Monago!
Se quejan amargamente quienes se dedican a la política en
este país de que la corrupción no es generalizada y afirman que la mayoría de
los políticos son honestos. La misma doctrina es repetida por los propios
interesados y por todas las estructuras del sistema destinadas a difundir y
establecer sus bases, pues deben emplearse a fondo para tratar de despejar el dominante
clima de corruptelas e irregularidades generalizadas que cuestionan
profundamente la validez de la partitocracia bipartidista y oligárquica en la
que ha degenerado la ejemplaridad con la que nos vendieron la restauración
democrática española tras la muerte de franco.
Sin duda cuantitativamente tienen razón, y con toda
seguridad hay más políticos honestos que corruptos, como hay muchísimas más
personas honestas que corruptas. Es cuestión de mera estadística, aunque las
peculiaridades de la política hacen que la extrapolación porcentual no resulte
exacta, como tampoco lo son el alcance y la trascendencia de las corruptelas,
básicamente al tratarse de una actividad
pública, que afecta a múltiples ciudadanos, y voluntaria, pues nadie puede ser
obligado a ejercerla. Ambas premisas envilecen aún más a los políticos
corruptos a la par que minimizan la credibilidad de los políticos que defienden
la honestidad de la mayoría de quienes se dedican a la actividad pública, al
menos en un sistema de partidos como el dominante en España.
Uno de los discursos favoritos de nuestros políticos es su
voluntaria entrega a los ciudadanos y al interés común, e incluso a veces pretenden
ensalzar la profundidad de su sacrificio con la consabida coletilla de que
trabajando en la empresa privada ganarían más dinero. Ahí se producen las
primeras contradicciones de una vocación que debe cumplir ciertas premisas,
puesto que es la actividad de quienes aspiran a regir los asuntos públicos de
los Estados. Como un religioso, un sanitario, un deportista o cualquiera que
realice una actividad voluntaria y trascendente para su ser y otros más o menos
numerosos, entregan su tiempo y empeños en defender y poner práctica aquello en
lo que creen, sea un dios, una ciencia, un deporte o un objetivo personal; por
eso no deja de ser rastrero que un cura, médico, deportista,… pretenda ensalzar
públicamente su labor a través de aquello a lo que renuncia en lugar de
engrandecerla a través de su trabajo; por eso es ser miserable afirmar que se
está en política casi por hacer un favor y que se tiene la vida resuelta, y
luego hacer de la actividad pública una lucrativa profesión y de aferrarse a
los cargos más allá de la imputación, y recuerden señores políticos, que en un
estado democrático están al servicio del bien común, no de las élites
dominantes e intereses particulares, incluidos los propios. Eso no es honesto,
quejosos señores políticos, aunque la mayoría de ustedes lo sean.
Lo que sucede en ese proceso de degeneración de su
honestidad es sencillo.
Partamos de dos premisas básicas que exige la voluntaria
actividad política democrática, debe velar por el interés de la mayoría del
pueblo y sus candidatos elegidos directamente por él. El primer vicio del
sistema es inherente a la esencia humana. Para ser elegido hay que ser
conocido, y para querer ser protagonista de ese circo se debe tener cierto tipo
de personalidad que diversos estudios psicológico y sociológicos señalan como
autoritaria, vanidosa y hambrienta de poder, así que es muy probable que las
candidaturas electorales estén repletas de gentes de este tipo, evidentemente
también gracias a la pasividad y comodidad del resto. El segundo ingrediente
que culmina el triunfo y generalización de las corruptelas en España, cuyo
sencillo arraigo se sustenta en una larga tradición de ellas tanto durante el
franquismo como en el resto de la historia de este ibérico conglomerado
iniciado por los Reyes Católicos, es el funcionamiento vertical de los partidos
políticos que gobiernan donde la democracia se diluye insignificante entre
trepas e intereses en la que se potencia una casta en la que quien se mueve no
sale en la foto. Las garantías de que lleguen al poder las personas más
autoritarias, vanidosas y hambrientas de poder están servidas, y aunque esas
características no sean causa directa de corrupción, tampoco son el caldo de
cultivo ideal para la el florecimiento de la honestidad puesto que vanidad y
poder se halagan y alcanzan fácilmente con dinero corrupto.
Sin duda hay más políticos honestos que corruptos, aunque el
riesgo de corrupción es directamente proporcional al poder que se acumule y la
falta de honestidad se da tanto en el corrupto como en quien le ampara, de ahí que
sea complicado creer que se combate la corrupción amparándose en la honestidad
pero apoyando, hasta un minuto antes de su imputación judicial e incluso de su
ingreso en prisión, a compañeros de dudosa reputación, mientras les jalean
públicamente. Encabezando el coro de aplausos y respaldos a muchos de los
sospechosos de sus huestes se encuentra el innombrable, no vaya a ser que nos
condenemos con solo citar su nombre, presidente del gobierno y del partido
popular.
Cuando uno está tan en connivencia con los imputados más
importantes y les alaba, además de compartir cotas de poder e ideologías, o
comparte y justifica sus actuaciones ilícitas o no se entera de las mismas. En
cualquiera de los dos casos estaría incapacitado para presidir un país, pues en
el primero sería un delincuente y en el segundo un ignorante. Y ahora, en pleno
proceso de regeneración inútil que dura ya cuatro años y en nuevo intento propagandístico
de pretender hacer algo para acabar con las mínimas corrupciones que aceptan en
lo que consideran un mar de honestidad políticas, les surgen un par de
representantes, en lo que parece ser la punta de un gigantesco iceberg, que
viajaban por la cara para asuntos particulares, y mientras uno dimite el otro se aferra al cargo y cambia de versión según el día y todas son jaleadas por sus compañeros de partido, pero ninguno de los dos paga. ¡Es que me cago,... Monago!
Claro que no es generalizada... No solo estan pringaos Los generales, la soldadesca tampoco se salva
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